Empujada por mis propias culpas, aparecí acá, rodeada de chicas millonarias recién rateadas de sus colegios también millonarios de monjas austeramente millonarias.
(Hay diez personas en la única plaza en que podría morirme sin sentirme asfixiada antes.)
Uno hace malabares no figurativos. Tres toman sol en malla, hay dos caños rotos y cuatro perros, uno empapado.
La reina de la plaza es una niñita que tiene puesta la remera negra de su papá. Ella tiene rulos colorados, la remera es enorme -le llega al piso y le tapa las manos- y el papá está bueno. Si destrabo las piernas me caigo sobre él.
Más allá, otro caño reventado, un jipi vende collares y el perro mojado muerde a su dueño.