Para el mejor fanzine jamás editado por problemas de constancia y compromiso mundial.
Hay en Buenos Aires ciertos lugares en los que un determinado número de hombres se reúne una vez por semana para ver un partido de fútbol de la insignificante Copa de Verano. Con la justa y medida interacción al gritar un gol o levantar las manos llenas de dedos grasientos para acusar un foul, esos sujetos están ahí empujados quién sabe por qué fuerza gravitacional: una casa sin cable, una casa sin televisión, una no-casa, dos o tres hijos molestos o, en el caso particular de Emiliano Guevara, una novia que finge, casi, breves iluminaciones literarias que no pueden ser pospuestas ni interrumpidas. Entonces, luego de que él amenace con levantarse una turista sueca en Carlos Calvo y Defensa si su amor infinito y bienintencionado no es correspondido de una buena vez, su novia se propone plasmar en la pantalla de la computadora -bautizada Magdalena Seeber en honor a su dueña, recientemente abducida por un ovni mientras se bañaba en vino tinto en la casa de Ludovica Squirrel, en la Isla de Pascua- todas sus escuetas observaciones sobre las ciudades.
1. Cómo engullir gente
De repente, un patrullero se detiene frente a la fastuosa entrada de un banco del microcentro; allí donde se conforma la patria libre de los oficinistas y sus prototipos, individuos malvestidos si los hay. El oficial desciende de su autito y camina o salta unos pocos pasos hasta donde yace un flaquito todo roto. El muchacho entorna los ojos para poder ver mejor y deforma lentamente la cara hasta dar con la mueca exacta del qué pasa, vieja. Anticipándose del primer balbuceo, El Gordo –es decir, el policía, el gordo que chorrea muzzarella de Güerrín- saca un pepperspray del bolsillo y se lo vacía en ojos nariz y boca a El Flaquito, que abre la boca y ruge o aúlla unos pocos gritos secos de dolor; da patadas en el aire, mientras su cuerpo todo se contorsiona en el piso lustrado. El Gordo, tan el estereotipo de un policía corrupto que bien podría formar parte del elenco de alguna telenovela de Pablo Echarri con fuerte impacto en la sociosensibilidad argentina, se retira por donde vino, visiblemente excitado. Parece una hiena gordita, un tiburoncito desdentado.
El Flaco, medio Juanito Laguna de crack, se levanta puteando con los ojos pegados, tira un par de piñas al estómago de un contrincante claramente invisible, y se va, también. En la vereda de enfrente, tres rubios rosaditos, definitivamente todos ellos primos directos de Benny Hill, se codean y narran, a los gritos, con la impunidad del turista, el episodio a un cuarto, recién salido de un kiosco. Le cobraron 4,90 una coca de 600. Farfulla unas palabras de sorpresusto y, juntos, se conmueven durante tres minutos hasta que uno señala un gran edificio de oficinas. ¡Wow! ¡Es tan Piet Mondrian, esta ciudad sí que es muy europea!
2. Morirás soltera
Extrañé cada uno de mis departamentos anteriores en el instante mismo en que me hallaba en el hall de entrada, con todo lo que vendría a ser mi patrimonio apilado, pronto para ser acarreado, manoseado, azotado por alguien más.
Preparada espiritualmente para otra mudanza, contemplaba como una imbécil -casi con la boca abierta chorreando baba- mis mueblecitos, ahí, apelmasados en un camión desvencijado, rogándome por favor que les volviera a dar funcionalidad, que los intercomunicara otra vez; ellos, que tan bien se supieron llevar.
Nunca me mudé porque quise. Siempre fue lo contractualmente correcto. Aborrecí a todos mis vecinos y tengo una punzante sensación en el pecho de que esta ciudad es un asco.
3. La negación de la poesía I
Con mucho gusto estoy en la cama.
Ni purgando mi alma ni consultando a la almohada.
Estoy acostada –a veces, sentada.
Hoy no trabajo, mañana tampoco.
No pienso sacar un pie
fuera de esta cama.
4. Reina de la exageración
No hables mal de los tacheros porque su papá es tachero, me dijeron y lo primero que hice fue hacer un semichiste acerca del radio de influencia de Macri (”¡pensá en los colores de los taxis, pensalo!”), de la cocaína, las frenadas de película, los travestis. Al fin y al cabo casi todas cosas que no soy o reniego o no tengo. Luego hice una pseudocrítica sociocultural sobre los hombres adultos de entre 26 y 55 años que aún se comen los mocos, enterándome más luego que su papá además de tachero tenía también este problemita que por supuesto no consideraba tal teniendo en cuenta que se comió un moco en mis propias narices, valga la redundancia de lugar en la cara.
Errante y consecuente, volví a casa en colectivo. Todo lo había dicho sin querer, acordándome tarde de las advertencias y creyéndome tanto más campeona que el fascista comemocos, fan de Ari Paluch y de su gasolina espirituosa, que mi abuelo que la copia de la copia. La única pasajera en el 152 y no podía disimular mi vergüenza: le había hecho un fuck you con las dos manos porque pensé que no iba a parar. Qué rutinario eso de agarrarme un pedazo de carne –pero de adentro más adentro tanto que ni es carne ya es espíritu- y retorcerlo, el pellizco al ego hecho por mí misma cuatro o cinco veces al día, qué agotador.
Tres cuadras en subida. En la última pasa un taxi y el conductor con voz seca por haber estado metido en una cripta hasta hace un mismísimo instante habla por un costado de la boca, en un circulito de labios. “Mmnh qué vestido lobita”, otro fuck you de dos manos para después largar mi carcajada casi muda y nerviosa que por favor nunca la escuche ninguno porque la van a confundir con la aceptación y me van a recontra violar. Todo mal. Soy yo la que confunde una bolsa con un gato, una china con Emiliano Guevara.
Abro la puerta, guardo las llaves porque me olvido que después hay otras puertas y camino; qué bien se siente caminar por este pasillo pareciera que las casas se me vienen encima con sus bordes redondeados sus paredes amarillas su encanto de peste bubónica. Al pasar por la puerta apenas cerrada con un candado enorme me acuerdo de Hugo el hermano de Bart , pienso en algo parecido pero con formas más reales, es decir, no un dibujito animado, Cuasimodo, por ejemplo y me muero del miedo. Apuro el paso no miro para atrás abro la puerta la dejo abierta hasta que encuentro la luz. Cierro la puerta y subo. Me desvisto y me visto hasta llegar a un pijama suave como toda mi ropa bien confeccionada y que me encanta. Pero estoy gorda. La película no funciona no entiendo esta computadorita. Entonces agarro y escribo este cosito porque hoy de repente en un momento de una charla que estaba manteniendo conmigo misma me acordé que en realidad a veces estoy muy en contra de las cosas hechas por pura afición a la ingeniería lingüística, flaca de sentimientos, por momentos un pan duro vomitado y después vuelto a tragar, leído por doquier, en un montón de libros, por lo general caros. Y me sale esto que lo que menos es es un manifiesto acerca de algo, como mucho, de mi ombliguismo –pues me causa más rechazo repetir todas las palabras o no usar comas y jugar a ser Jack Kerouac exceptuando que sólo soy una muchacha un poco resentida y que no vivo con mi madre a los cincuenta años- pero cuando venía caminando, antes de confundir a la china con Emiliano y empezar a derrapar, me acordé que una vez alguien me dijo sobre alguien más no hables mal de los tacheros porque su papá es tachero oh y todo el resto es un invento salvo más de la mitad.