Estoy en el Parque Centenario y espero poder contar todo como pasa así salgo de una buena vez de la parte esa en que cuando escribo no me hago cargo de nada.
Otra vez, estoy en el Parque Centenario. Hoy es un día lindo, con sol y esas cosas que hacen al estereotipo de los días lindos. Está lleno de chicos y de personas que van de sus trabajos a sus casas, la ropa los delata.
No suelo venir acá muy seguido, pero hoy estoy particularmente triste y los lugares así me distraen, en mi casa me como la cabeza.
¿Qué más estoy haciendo? Escuchando un disco de Tim Buckley y hasta hace un rato, releyendo el primer libro de Jack Kerouac que leí, hace como seis años (todos odian a mardou fox).
Bueno, el tema es que todo se desgasta.
Me enrosco mal y me voy desenroscando hasta llegar a la mueca del conformismo para pilotearla, para estar bien y zafar. Y poder seguir atendiendo.
(Me cambié de lugar porque el sol ya no me daba, vine a parar a una parte llena de pendejos y palomas - el sol me da de costado y hay olor a porro)
¿Qué pasa cuando dejo de ponerle onda? Básicamente algo así como tomarme un colectivo para poder ir a escribir egocentricidades a una plaza vallada con una laguna telermanista en el medio.
Y acá parece que la posta es caminar por la vereda angosta con cara de cansado y de querer morirse todo el tiempo. Y procurarle a los suyos un futuro mainstream prometedor lejos de las vías del tren, por si pinta el suicidio.
Y rezarle todas las noches a la religión de turno para no terminar como el loco del silbato, con un perro faldero como único amigo.
Y rezar también para por favor no ser menos que nadie y poder viajar a otras ciudades del mundo en las que la gente se siente igual de traicionada por alguien más.
Es la envidia, es el resentimiento de todos los forros que somos nosotros, porque nos salta la ficha, quedamos en evidencia todo el tiempo. Y yo me incluyo mal, porque no pasa nada con que me tome un tren a la concha de mi madre.